El plan de entrar a explorar Casa Campestre surgió un
sábado durante la prepa, en una fiesta en casa del Baquier, con varios amigos.
Estábamos pisteando y comiendo pizza, pero el aburrimiento nos tumbaba duro,
porque ya se barajeaban las posibilidades de ver una movie o de jugar a la
botellita, ustedes saben, para que se diera todo eso de besos y parejas
encerradas en el clóset y esas cosas. Pero luego vino Tere Castillo con su
propuesta de No, chavos, mejor vamos a entrar a Casa Campestre, ándenles, no
nos queda lejos, está aquí en corto, ¿qué dicen? ¿ahora sí? ¿Para qué quieres
entrar a Casa Campestre?, le pregunté yo. Como para qué, Paty, respondió Tere
Castillo con una sonrisa de oreja a oreja, ¿No sabes? No, respondí, ¿Qué hay en
casa Campestre? ¡Como que qué!, exclamó ella, Pues el túnel, el túnel
subterráneo que da a El Paso. ¿Y eso qué tiene?, pregunté. Todos se me quedaron
viendo como si fuera la pendeja más grande del mundo.
Verán, yo nunca había escuchado hablar sobre Casa
Campestre o el túnel, pero cuando comenzaron a explicarme me quedé en shock. En
aquella casa había un túnel subterráneo por el cual se cruzaba droga hasta El
Paso. Yo apenas lo podía creer. Verán, desde chica me ha intrigado escuchar
hablar sobre el Negocio. Cada vez que había una noticia en el periódico
relacionada al Negocio o la Mercancía, la leía. Salía en la tele un reportaje,
lo veía. Alguien decía que fulanito o fulanito estaba metido en el Negocio,
quería escuchar su historia. He sido una investigadora amateur del mundo del
Negocio. Sinceramente, no sé por qué, quizá porque papá, que era policía, nunca
hablaba sobre el tema, pero sí de otros como robos y asesinatos. Quizá porque
el tema flota en el aire de la ciudad como el aire apestoso de las maquilas,
pero al mismo tiempo nos elude y evita, como una sombra que se esconde entre la
oscuridad. No sé, el punto es que el tema del Negocio era un tema que me
intrigaba harto. Y ahora tenía la oportunidad de estar en contacto con algo del
Negocio. Así que ¿qué decía? ¿Le entraba? Claro que sí, ¡arre!, exclamé en
fuga, Vamos vamos, ¿qué esperan? ¡Arre!, pues, exclamé de inmediato. Fuga. Arre,
dijeron todos al unísono, como si aquella propuesta fuera la inyección adecuada
para rescatar el resto de la noche, y se levantaron en chinga. En
un-dos-por-tres ya estábamos caminando rumbo a Casa Campestre. Según mis
compas, el rumor no era nuevo, ya tenía rato flotando en el aire, pasándose de
boca en boca. Esa época no era como la época de ahora, en la que historias
relacionadas al Negocio no eran tan comunes, tan frecuentes (la guerra, sin que
lo hubiéramos sabido, ya había empezado), pero ya despertaban cierta
curiosidad, cierto morbo, como para atreverse a entrar a esa casa de noche. Yo
ya había escuchado hablar sobre esa casa pero jamás había escuchado el rumor.
De pronto recordé que, de vez en cuando, en bolita o así, alguien mencionaba
Casa Campestre, y muchos se emocionaban y se apuntaban, decían que sí, que
fuga, ahorita mismo, no, más tarde, de noche, todo es mejor de noche, incluidas
las birrias y los fajes, pero neta, sí, que un día se arme, fuga, pero nunca
supe de qué trataba, pensaba que era una casa donde hacían raves. Pero nunca se
armaba nada, nadie nunca se atrevió. Muchos, según me contó Tere Castillo, han
dicho que sí han entrado que hasta habían caminado un poco por el túnel, pero
estos son los típicos mentirosos, hocicones, que decían cualquier cosa nomás
para verse bien acá. Órale. Y ahora esa noche los batos se veían dispuestos,
las morras estaban emocionadas y divertidas, y todos en general se sentían muy
acá, muy bravers, con actitud de Simón, vamos a entrar, el mundo, la casa y el
mentado túnel me la pelan, todos chinguen a su madre. Yo, por mi parte, no
decía nada. Como siempre, estaba callada, pero esta vez yo no me dejaba
arrastrar adonde quiera que me llevaran las sugerencias y propuestas locas de
mis aún más locos amigos. Esta vez, yo sí le entraba al plan. Yo sí tenía ganas
de entrar a Casa Campestre.
En fin. Aquella noche de la
prepa ya estábamos entrando a la privada de Casa Campestre. De pronto
escuchamos que, a lo lejos, llantas endiabladas corriendo a madre, acercándose
cada vez más hacia donde estábamos. Luego, escuchamos que entraban a la privada
y como gatos saltamos a escondernos detrás de unos arbustos tupidos que a su
vez estaban detrás de un carro. Silencio. Un par de camionetotas se
estacionaron justo enfrente de la casa. Dos tipos elegantes y armados bajaron
de la camioneta y se plantaron como estatuas colosales frente a ella.
Custodiaban. Parecían aguardar a alguien. Esperamos, pacientemente, en
silencio. Minutos más tarde, un hombre salía de la oscuridad. Llevaba sombrero
y jeans y botas picudas. Se fajaba la camisa, se acomodaba el pantalón, parecía
recién vestido. Dio la orden y al instante un hombre le abrió la puerta trasera
de una de esas camionetotas. Enseguida, quemando llanta, arrancaron a toda
velocidad y salieron de la privada y entraron a la avenida; el sonido de las
llantas quemándose vibrando en el aire como un rugido de cañón. Por fin casa
sola. Casi despegando mis pies del suelo, comencé a caminar paso a paso hasta
la entrada. Volteé hacia atrás. Todos mis amigos, pálidos entre las sombras. No
necesitaron decirme más; estaban bien culeados. ¿No van a entrar?, pregunté
sólo para confirmar. Después de lo que vimos, dijo Leo, Claro que no, mejor ya
vámonos. Todos comenzaron a caminar. Yo no. ¿Paty?, preguntó Mariana Galeano,
¿Qué onda? Yo entro, dije, decidida. Todos se sacaron de onda. ¡Cómo que te
quedas!, dijo Tere Castillo, ¿De qué hablas? Luego, comenzaron todos a decirme
que estaba, que no podía entrar, que mejor nos fuéramos a ver una movie. Inútil
discutir con ellos, inútil tratar de hacerles entender que era ahora o nunca y
que si ellos no querían entrar, entonces que me esperaran allá afuera. Sin
escuchar más razones, entré a la oscuridad.
A
unos pasos más adelante, encontré la sala de la casa, grande, espaciosa. A su
lado, un agujero, donde debía ir un ventanal, por donde entraba la luz de la
luna. Las paredes del interior estaban sin pintar, color de concreto. La casa
estaba limpia, no vi ni un pequeño papel tirado en el suelo. Me quedé quieta,
escuché el silencio. El silencio parecía ahogado, como si en cualquier momento
algo fuera a sonar, el viento, crujidos, pero nada sonaba. Por un momento creí
escuchar ruidos y voces lejanas, como ecos, pero no sabía si era mi imaginación.
Saqué mi celular y con su luz me dibujé un camino por el resto de la casa.
Había muchísimos cuartos, vacíos, huecos, todos con entradas arqueadas. Todo un
laberinto. Las paredes del interior de la casa parecían viejas, como si fueran
de piedra, más que de concreto. Luego, encontré unas escaleras. En la pared a
un lado de las escaleras, un interruptor de luz. Intenté prender un interruptor
enseguida de las escaleras. No prendió. Con mi celular aún en mano, bajé las
escaleras.
Las escaleras
eran circulares y larguísimas o por lo menos así me parecieron. Bajaba pero no
parecía llegar al final. Supe que ya había llegado al fondo cuando pude ver una
luz blanquecina, seguramente la de la luna, que iluminaba el pasillo que a
medida que bajaba se iba haciendo más claro. Pero justo al bajar por completo,
voces. Voces de hombres. Bajaban había donde estaba yo.
¡A
esconderse! ¡Rápido!. A la izquierda del comienzo del pasillo, pilas de cajas.
Mercancía, supuse. Me escondí tras ellas. Las voces de hombres, cada vez más
fuertes, más nítidas, hasta que casi las pude tocar enseguida de mí. A través
de un resquicio que formaban unas cajas frente a mí, pude verlos. Eran
parecidos a los hombres que había visto hacía apenas unos minutos. Uno de
ellos, en friega, volteó hacia donde estaba yo y se acercó.
Ya me vio, pensé, Ya valí.
El hombre se paró frente a las cajas. Oye, le dijo este hombre al otro,
Ven a ver esto.
Me quedé sin respirar. Me vio. Ya valí madre, pensé.¿Qué?, preguntó el
otro hombre. La luna, contestó el primero, Está llenaNo seas mamón, dijo el
segundo hombre, Vente, que ya vamos tarde.
Los hombres llegaron al otro final de pasillo, donde había una puerta de
madera, enseguida de un ropero grande y viejo. Hablaban sobre su jefe, sobre
mercancía y sobre cuerpos decapitados y cabezas dejadas en hieleras frente a
casas y dientes arrancados con pinzas, entre risas y demás bromas obscenas.
Luego, así de la nada, comenzaron a quitarse la ropa. Una por una. Por un
momento pensé que iban a coger o algo por el estilo.
Pero no fue así.
Una vez desnudos, aquellos hombres guardaron su ropa en el guardarropa
para luego quitarse la piel, hasta quedar por completo desnudos de piel. En
eso, una nube oscura tapó el rayo de luz. Todo oscuro. No pude ver nada. Pero
pude escuchar. Aquellos hombres, o lo que fueran, hablaban sobre lo mucho que
odiaban tener que regresar (regresar ¿adónde?) y hacer fila y esperar turno de
nuevo, pero así son las cosas por aquí, mano, qué se le hará, no podemos entrar
todos de un jalón. El rayo blanco de la luna de nuevo regresó y cayó sobre
aquellas dos figuras.
Eran todo, menos humanos, con sus rostros y cuerpos desfigurados y
salpullidos por todo el cuerpo.
En ese momento, abrieron la puerta enseguida del ropero hasta que quedó
descubierto por completo. Alcancé a ver un pasillo, del cual venía música, cuyo
rumor me llegó arriba, en el primer piso. Aquellos dos entraron al túnel, sin cerrar la puerta. Al cabo de un
tiempo, salí de mi escondite y los seguí. Aquel pasillo parecía el interior de
una caverna. En el fondo, una sombra de fuego. Bajé. A medida que bajaba, la
música se hacía cada vez más fuerte. En un momento, el pasillo se ensanchaba y
bajaba a un tipo de explanada. Enseguida, me escondí detrás de unas estalagmitas.
Más abajo, se llevaba a cabo una fiesta. Todos los de la fiesta eran parecidos
a los que había visto apenas hace unos momentos, comían y bebían harteramente,
sin mesura, vomitaban para luego volver a comer y a beber y vomitar. En el
fondo de aquel abismo, un grupo llovía con patadas y golpes y escupitajos y
hasta cuchilladas a otro que en suelo gemía y lloraba como mujer, mientras que
otros bailaban a su alrededor como poseídos, sin ritmo alguno, con la mano
agitando sus sexos. Había varias tercias cogiendo, entre golpes y cintarazos y
aullidos agudos de lobo. Otros se masturbaban a sí mismos o a dúo, hasta
hacerse brotar líquidos de varios colores, todos fosforescentes, vociferando en
varias lenguas, incluidas el inglés y el español, groserías y obscenidades con
furia desatada. Había otros que arrancaban a la mitad a monstruos más pequeños,
para lanzar al aire sus entrañas aún ensangrentadas.
Luego, del fondo de la tierra, en medio de un terrible
temblor, surgió otro de ellos, enorme, cuatro o cinco veces más grande que los
que estaban frente a mí, y enseguida comenzó a devorar y a pisar y a escupir a
los otros, más pequeños, riendo y aullando como lobo, entre la risa de los
demás y el llanto de los devorados y pisados y escupidos. Los agarraba con ambas
manos y enseguida se frotaba el sexo de arriba hacia abajo con aquellas manos y
aullaba, luego tomaba a otros y se frotaba y aullaba más y cuando pensé que ya
no cabían más en sus manos, tomó otro puñado, ahora se frotaba más rápido que
nunca, entre aullidos que harían que se derrumbara el techo sobre nosotros. Su
eyaculación fue una lluvia ácida que quemaba a todos a su alrededor pero que
reaccionaban entre gritos y risas, como si a pesar del dolor estuvieran
festejando al otro. Luego, tiró al suelo todos los otros de sus manos y los
tiró al suelo y, después de escupirles una última vez, los arrojó al suelo, los
pisoteó y comenzó a bailar sobre ellos. Los sobrevivientes de las pisoteadas,
al ponerse de pie, emulaban el trato recibido con otros de tamaño más pequeño
que el suyo. En cuanto todos vieron a los dos bajar a los dos primeros, se
abalanzaron sobre la única entrada que había, dejándose venir en tropel, entre
maldiciones y rugidos, pero un par de guardias, más grandes y mamados, los
empujaron hacia atrás. Apenas y podían sostenerlos. En español, los guardias
pidieron a los dos que abrieron la puerta que entraran rápido, Apúrense,
pendejos, qué no ven que estos güeyes nos van a ganar. Los primeros hicieron caso
y llegaron en friega, no sin antes darles a un cadenero un par de papelitos
cortos, que parecían boletas. Luego, los guardias hicieron espacio para que dos
nuevos entraran, después de haber recibido ellos las boletas. Estaban eufóricos
y ansiosos. Parecían perros encadenados que ahora se sabían libres de ataduras.
En ese momento, el otro dio un pisotazo al suelo, con voz gutural pidió a todos
que se tranquilizaran a la chingada y dijo que ya llegaría el día en que todos
pudieran caminar libremente por la ciudad, pero que todavía no era el momento,
la guerra apenas comenzaba. Todos los demás, al escuchar esto, comenzaron a
aplaudir y a chiflar, repitiendo la exclamación ¡Bahol, Bahol! Enseguida, los
dos con boletas subieron el camino y yo rápidamente regresé hacia la casa y me
escondí de nuevo detrás de las cajas. Los nuevos llegaron, abrieron el ropero y
tomaron las pieles humanas que colgaban de unos ganchos y acá atropelladamente
se las pusieron en fa, entre risas y brincos y más obscenidades, todas en
español. Mentaban mucho la palabra romper, hablaban sobre construcciones para
luego romperlas. Subieron las escaleras y, segundos más tarde, el chillido que
hacen los carros al arrancar rápido y quemar llanta. A lo lejos, sonidos de
disparos. No supe qué más pasó; sólo recuerdo que, cuando salí, no había nadie
a mi alrededor. Mis amigos ya se habían ido, seguramente a casa de Baquier.
La
siguiente vez que volví a ver a mis amigos, fue en la escuela, el lunes. En
cuanto me abordaron lo primero que hicieron fue bombardearme con preguntas, qué
había visto, te hemos estado marque y marque todos estos días, Paty, dinos, qué
pasó. Yo no supe qué decirles, la verdad no sentía ganas. No por el hecho de
que me hayan dejado sola, ni al principio ni al final, sino por otra cosa. Es
que cómo explicarles, cómo comenzar a explicarles lo visto, lo escuchado, lo
que implicaba, cuando la guerra ya había comenzado, llevaba mucho tiempo
comenzada, sólo era cuestión de tiempo para que explotara, sin que nosotros supiéramos
cómo pasó todo o de dónde vino todo el fuego que haría arder la ciudad.